Hay situaciones en las que metemos la pata y más allá del error cometido, se convierten en dolorosas provocando heridas que permanecen abiertas, mientras que otras cicatrizan adecuadamente y nos ayudan a aprender. ¿Cuál es la diferencia entre unas y otras? Según investigaciones de la Universidad de Michigan ante el error, nuestro cerebro reacciona con dos respuestas:
1. ¡Qué horror lo que he hecho!
2. ¡Upps! Voy a resolverlo.
La primera respuesta viene de serie, darse cuenta que algo va mal es la especialidad de nuestro cerebro. La segunda se aprende desde pequeñito, en función de cómo te hayan educado tus padres o figuras de referencia. Ambas señales son internas, más o menos a un cuarto de segundo de la equivocación por lo que son bastante rápidas.
Cuando una persona ha aprendido desde pequeña a intentar resolver el problema o el error, el cerebro se activa y lo afronta como si fuera un problema que necesita ser solucionado. A continuación, el cerebro aumenta el nivel de atención activando diferentes recursos, con el objetivo de no equivocarse en la próxima decisión y no cometer el mismo error. Cuando se aprecia esta respuesta, las personas suelen aprender y mejoran su rendimiento. Por lo tanto, darte cuenta de que has cometido un error o que alguien te lo indique es positivo para el aprendizaje.
Lo que sucede en el cerebro de las personas que no han desarrollado la respuesta de intentar resolver un error es que se apaga. Sí, sí, como lo oyes, el cerebro reacciona ante la retroalimentación negativa “apagándose”. En realidad es un mecanismo de defensa: el cerebro decide no pensar en el error, para que la persona no experimente dolor, ni malestar, ni dude de sus capacidades. El problema radica en que a estas personas les resulta más difícil aprender del error y suelen volver a equivocarse.
¿Qué influye en el encendido o apagado del cerebro?
Idea de inteligencia. Las personas que creen que la inteligencia se puede desarrollar son más proclives a prestarle atención a los errores. Por contra, quienes creen que es fija, o innata, o que se tiene o no, son menos dadas a aprender de los errores.
Nivel de experiencia. Cuando pensamos que tenemos suficiente experiencia, somos menos dados a prestar atención y aprender de los errores, según la Universidad de Michigan. Estas personas tenían la tendencia a confiar en su juicio y desoír la retroalimentación. Sin embargo, quienes tenían menos experiencia, se mostraban más abiertos y cambiaban sus criterios.
Estado emocional relajado. Las ondas de baja frecuencia facilitan la sincronización entre las redes del cerebro para ejercer control adaptativo, valorar las situaciones y poder pensar sobre ellas. Vaya, que cuando estamos tensos, estresados o nerviosos, somos más proclives a cometer errores y lo que es peor, a no aprender de ellos.
Por todo ello y en conclusión:
No entres en pánico, porque de esta forma solo le estarás facilitando el trabajo al sistema límbico, haciendo que desconecte el cerebro racional para que no puedas pensar en el error que has cometido. Cuando entras en pánico tu cerebro piensa que debe protegerte y, por tanto, “se apaga”. Sin embargo, de esta forma no podrás aprender del error. De hecho, ni siquiera serás capaz de procesar el error y se quedará como una huella latente en tu cerebro, causando daño y generando inseguridad desde la sombra.
Asume que la vida entera es un aprendizaje y el error forma parte de ella. Las personas que creen que ya lo han aprendido todo, quienes consideran que son especialistas en determinada materia, se cierran a nuevos aprendizajes y, por tanto, se anquilosan. Cuando estas personas cometen un error, se produce una disonancia cognitiva tan grande, que les resulta difícil gestionarla. La idea de que pueden equivocarse no se corresponde con la imagen que tienen de sí y, por tanto, prefieren no hacer caso al error. Sin embargo, todo cambia cuando asumimos que nunca terminamos de aprender y que a veces, las lecciones más valiosas provienen de las fuentes más inesperadas.