Un jefe “tóxico” (en la terminología del profesor Iñaki Piñuel) consigue reducir la capacidad de un equipo a gran velocidad, a través del “contagio” de emociones destructivas. Sólo un directivo equilibrado consigue que sus colaboradores den lo mejor de sí mismos. El concepto de jefe tóxico, ha ganado enseguida multitud de adeptos, el 36% de los jefes en España son “tóxicos” y sólo un 16% son buenos jefes o líderes que crean un clima de satisfacción, rendimiento y desarrollo, muchas personas dicen “¡sólo el 36%!, en mi empresa hay más”.
El efecto “jefe tóxico” tiene muchas connotaciones, una es objetiva: es aquella persona considerada inaguantable por sus colaboradores, realmente nociva para la salud mental y física de todos los sufridores que trabajan con y para él. Esto es un hecho, no es de extrañar que según el IESE: “el 70% de las personas que abandonan sus empresas lo hacen por una mala relación con su jefe”. Así que las personas no abandonan a las empresas, abandonan a sus jefes. Pero la segunda lectura que tiene todo esto, es “echar balones fuera”. Cuando sufrimos un jefe tóxico o semitóxico, iniciamos una cadena de pensamientos que nos lleva a la convicción de que ya no podemos hacer nada, que estamos perdidos y que la responsabilidad es del otro, del jefe, de la empresa, del gobierno, etc. De nuevo, entra en juego el zombie que se deja llevar por la corriente, que piensa que no es responsable de cómo se siente, de cómo le afectan las cosas. Como decía Samuel Johnson, “donde la esperanza no existe, no puede existir el esfuerzo”. Nos olvidamos de que la libertad última del ser humano es escoger cómo se siente, dejamos todo el peso en los demás y nos obcecamos con el “no puedo”, “no depende de mí”, “esto no me incumbe”, “es que mi jefe es un desastre”, es que, es que, es que. Entramos en la cadena de la justificación.
Este encadenamiento de pensamientos es muy rápido y sutil, nos lleva además a no tener en cuenta nuestro propio impacto en la toxicidad del ambiente. Cómo yo me siento, así transmito, así contribuyo. Además del jefe tóxico, está el compañero tóxico, el cliente tóxico, el departamento tóxico, la empresa tóxica, y el “yo tóxico”. En este sentido, no podemos desvincularnos de nuestra contribución a las emociones del equipo, al ambiente de trabajo, porque somos responsables. Nos guste o no, todos somos en un momento dado tóxicos.
Taylor propuso cinco principios que siguen vigentes hoy en día como crencias limitantes y que desde mi punto de vista, contribuyen a esta contaminación del ambiente, a generar toxicidad. Algunos de estos principios, podemos decir que son responsabilidad de la empresa, otros del jefe y otros de cada uno de nosotros. Son las esencias para la maldad, el malestar, el desánimo, las esencias que enrarecen el ambiente:
– que la dirección es una ciencia,
– que el hombre es por naturaleza perezoso,
– que se trata de medir métodos y tiempos,
– que hemos de separar a los que piensan de los que ejecutan
– que tenemos que compartimentalizar las tareas.
Es lo que ocurre en la mayor parte de las organizaciones. Craso error. Es el origen de la maldad, que ya desde la Edad Media se define por la codicia (radix malorum est cupiditas), el pecado del lobo, contrapuesto con el amor (Caritas et amor, Deus ibi est).
Philip Zimbardo y otros autores nos enseñan otros cinco factores para la contaminar el ambiente, que mucho tienen que ver con los que en su día definía Taylor y que también tienen la doble dimensión personal-empresarial:
– La Autoridad mal entendida
– La Perversión por el estrés
– La Despersonalización
– La Desesperanza
– Las Prisas
La primera esencia que contamina el ambiente, está relacionada con la autoridad o la dirección. Tiene mucho que ver con lo que demostró Stanley Millgram en Yale con su experimento de obediencia ciega a la autoridad. Se trataba de aplicar descargas a una persona para que memorizara términos. Se preguntó a 40 psiquiatras hasta dónde llegarían los “verdugos” y respondieron que la mayoría abandonaría a los 150 voltios. En realidad, el 66% alcanzó el máximo: 450 voltios. Ese mismo tipo de “sadismo” lo hemos comprobado en el experimento de la cárcel de Stanford de 1971 (unos voluntarios haciendo de carceleros y otros de presos). Es la “psicología del encarcelamiento”, que justifica casi todo.
La segunda esencia contaminante es el estrés, el control. Según el cirujano y experto en liderazgo Mario Alonso Puig, “En España, en los últimos diez años se ha multiplicado por cuatro el consumo de ansiolíticos y antidepresivos y cada vez los trastornos psicológicos afectan a personas más jóvenes. Además de afectar a la salud, la presión excesiva y prolongada merma nuestras capacidades intelectuales al afectar no sólo al riego de nuestro cerebro, sino también al dañar centros del sistema nervioso central que son claves en la memoria y el aprendizaje”.
La tercera es la despersonalización, eso de considerar a las personas como “recursos”, como “otros” diferentes a nosotros. “Nuestra capacidad de conectar y desconectar nuestros principios morales (…) explica por qué la gente puede ser cruel en un momento y compasiva en el siguiente”, nos enseña Bandura, otro de los padres de la psicología social. Nos deshumanizamos cuando peleamos unos contra otros, sea en una guerra, en una discusión de tráfico o en una fusión empresarial.
La cuarta esencia es la “enfermedad de la desesperanza”, ampliamente estudiado por el Dr.William Mayer en la guerra de Corea, donde se dio un 38% de suicidios entre los soldados americanos. Las causas de tanta desesperanza estaban relacionadas con comportamientos de infidelidad entre compañeros o superiores, delatarse unos a otros, la autocrítica y la culpa, y la ausencia de cualquier apoyo emocional positivo.
Y finalmente, las prisas, que acaban con los valores personales. Como demostraron Darley y Batson en 1973, con el experimento de los seminaristas que preparaban una ponencia sobre el buen samaritano, a quienes las prisas por llegar tarde a la ponencia, les hicieron “olvidarse” de sus principios y no ayudar a un necesitado.
En ocasiones, las personas normales podemos llegar a deshumanizarnos en función del contexto, en función de esas esencias putrefactas. ¿Y cuál es el papel de algunos los líderes de equipos para contrarrestar esta contaminación? Muchas veces el silencio. Una pena. Como decía Martin Luther King, “Debemos saber que aceptar pasivamente un sistema injusto es cooperar con ese sistema y, de ese modo, tener parte en su maldad”. ¿No nos olvidamos de alguien? ¿Cuál es mi papel como persona y como profesional en este juego de ambientes? ¿Hay esperanza? “La Persona es un actor en el escenario de la vida cuya libertad a la hora de actuar se funda en su modo de ser personal, en sus características genéticas, biológicas, físicas y psicológicas. La situación es el contexto conductual que, mediante sus recompensas y sus funciones normativas, tiene el poder de otorgar identidad y significado a los roles y al estatus del actor. El sistema está formado por los agentes y las agencias que por medio de su ideología, sus valores y su poder crean situaciones y dictan los roles y las conductas de los actores en su esfera de influencia” (Zimbardo).
Ahí queda eso…
Marta Romo